sábado, 28 de marzo de 2015

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Estoy enamorada hasta las trancas. No hay momento en el que haya cabida a que él desaparezca de mi mente o de mi corazón. Le amo tanto... Que solo la simple idea de imaginar un presente o un futuro hipotético en el que ya no fuese mío, o que nunca lo haya sido, me destroza la carne, engulle mi alma y trastorna mi sentido.
En el fondo me hace gracia, porque siempre tuve tanto miedo a dejarle acercarse, siempre traté de mantenerme tan distante, de mantener mi corazón encerrado entre hierro y asfalto para no permitirle entrar, para ahora verme con todas mis barreras rotas, y con el corazón enchido de esa congoja de amar.
Siempre he tenido pánico a sentirme indefensa, a saber que alguien tiene el poder de destruirme por completo, el entregar a nadie semejante influencia sobre mí. Pero llega un momento en el que solo te queda... Taparte los ojos con una venda, poner el arma en sus manos y confiar ciegamente en que no la use, en que no dispare, en que no vuelvas a quedar malherido, solo y asustado otra vez.
Me aterra...  Y en mis momentos de paranoia, en mis crisis y en mis momentos duros esa fobia aflora; se hace notar en los nervios que se agarran a tu estómago, en el temblor que controla tus manos, en el dolor punzante que amenaza tu alma. Tampoco quiero remover el pasado, avivar los restos del fuego extinto de un infierno pasado, por eso trato de sacarlo de mi cabeza cuando llega a mí. Hay  muchas muchas cosas que quisiera lograr sacar de mi cabeza, pero quizás una de las que elegiría primero, sería dejar de sentir ese miedo a su marcha, a que se canse, a que me reemplace. No sé. Es un acto condicionado... No puedo evitarlo... Y eso me hace sentir como un cachorrillo asustado, y no me gusta.
Hay poco que pueda hacer. Dejar que el tiempo cure y dicte. Tratar de callar las voces que inventan y reinventan nuevas conspiraciones. Lo único que sé es que lo amo con toda mi alma. Y que haré lo que sea necesario para no perderlo nunca.

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