sábado, 14 de marzo de 2015

Otro fragmento de la novela "Six"

Odiaba pasar tiempo en su casa. Sea como fuere, se hacía insufrible. En el peor  de los casos, nadie estaba en casa; tanto su hermana como su madre estaban de fiesta, en antros turbios y oscuros, con olor a alcohol barato y cigarrillos. Esto podría parecer algo bueno, pues le resultaba más que incómodo tener que aguantar a su madre borracha perdida, al borde del coma etílico, o después de haber tomado algún tipo de mierda. Y si no estaba en ese punto, también tenía la asquerosa y horrible costumbre de traer sus clientes a casa, y de guardar poco o ningún decoro profesional, tirándose en los sofás del salón con el detestable picha brava de turno. Nina no terminaba de acostumbrarse a ese panorama. A nadie le gusta saber ese tipo de cosas de la vida privada de nadie, pero mucho peor es tener que verlas, especialmente si se trata de tu madre. Ella trataba de no fijar la mirada en los bultos desnudos que se fundían en el sofá, y pasaba tan rápido como podía por el pasillo hasta su habitación, aunque aquellas paredes de papel, carcomidas y descorchadas por la humedad poco podían hacer para aislarla de los ruidos, y se le hacía realmente insoportable tener que aguantar el sonido de los golpes de las fuertes embestidas, los gemidos, las frases subidas de tono, y toda esa retahíla de cosas que cabrían esperar en tales situaciones. Nina había optado por la vía fácil: se dejaba arrastrar por la situación y las condiciones. Abría su cajón y rebuscaba un poco, sacaba una bolsa de tela azul raída y descolorida por los años y el uso, y sacaba sus papelillos de liar y la hierba. El tamaño de los porros que se hacía en este tipo de ocasiones había ido aumentando con el tiempo, proporcionalmente a su estrés y a su inversión en el mundillo de degradación y perversión que se había elegido para ella. Pero este se convertía en el menor de sus problemas en algunas ocasiones. Los días en los que estaba sola en casa, que eran más de los que ella quisiera. A veces eran tranquilos, de las únicas veces que se podía respirar con un poco de libertad, pero otras, se desencadenaba el infierno. Su madre tenía una pareja, o algo así, un imbécil que corría con la mitad de los gastos del deplorable inmueble y que pasaba a dormir por allí cuando terminaba de ahogarse en alcohol en el bar. Odiaba eso. Le odiaba a él. Las noches que volvía a casa, solía hacerlo cuando Nina estaba acostada. Ella escuchaba la puerta e inmediatamente comenzaba a temblar. Su cuerpo se ponía rígido y apenas sentía que pudiese respirar. Contenía cualquier movimiento, escuchando atentamente sus pasos fuertes, caminando por el chirriante suelo del pasillo. Se quedaba completamente inmóvil hasta comprobar que había entrado en su habitación, la primera del pasillo. Entonces respiraba aliviada. Pero pocas veces era así, y cuando escuchaba sus pasos acercarse a su habitación, inmediatamente su corazón empezaba a acelerarse, y sentía un nudo en la garganta tan fuerte que sentía que iba a asfixiarla. Cuando él entraba se hacía la dormida. Pero él siempre encendía la luz y la obligaba a levantarse. Ella no quería hacerlo, no quería abrir los ojos, no quería que se materializase esa presencia que notaba en la habitación, sentada en el borde de su cama, apestando a alcohol y a tabaco. Pero finalmente tenía que levantarse y siempre se encontraba lo mismo: al muy hijo de puta borracho, mirándole con esos ojos de serpiente, con esa sonrisa maliciosa, con esas malas intenciones. Ella solo le dedicaba mirabas de reojo, le evitaba, evitaba ver su mirada, su erección, su persona en general. Él la empezaba a hablar, muy de buenas, y se acercaba poco a poco, al mismo ritmo que ella iba echándose hacia atrás, rehuyéndole, hasta que se topaba con la pared, y no podía huir más, y él empezaba a hablarle cada vez más cerca, hasta tener su cara a tan sólo unos centímetros y empezaba a apoyar sus manos en la cama, a ambos lados de ella, y a la mínima oportunidad, aprovechaba para escalar por debajo de su ropa, para manosearla, para empezar el juego. Hacía esto desde que ella era niña. Y antes no entendía la situación ni que estaba en posición de negarse. Ahora sí, y estaba muy harta de ello. De ser un objeto. De tenerle miedo. De ser solo una muñequita indefensa con la que él pudiera desfogarse. La primera vez que decidió enfrentarse a él, le pegó una bofetada con toda la fuerza que podía proporcionar su pequeño cuerpo. Su diminuta mano golpeó su mandíbula, pero aunque pudo notar el golpe, no fue suficiente para intimidarle. Él simplemente soltó una carcajada y siguió deslizando sus manos por su cuerpo a su antojo. Ella estaba furiosa y asustada a partes iguales. Empezó a tratar de escabullirse violentamente, pero él la agarró de las piernas y la llevó al centro de la cama. Se posicionó encima suya, impidiendo que pudiera moverse, y agarró sus delgadas muñecas con una de sus enormes manos, mientras trataba de desnudarla con la otra. Ella estaba en pánico, tratando de zafarse de él, gritándole, exigiéndole que la soltase, insultándole. En un golpe de suerte, consiguió liberar una de sus piernas y acertar con pasmosa puntería a arrestar una fuerte patada en las partes nobles del susodicho individuo. Consiguió así apartarlo, y aunque él la agarró fuertemente del brazo aún mientras se retorcía de dolor consiguió soltarse tras forcejear un poco en el suelo y morderle con saña para escapar. Salió corriendo y trató de salir de la casa, aún en pijama, aún descalza, aún aterrorizada, aún al borde de las lágrimas, aún aterrorizada, consiguió con torpeza meter la llave en la cerradura y abrir para salir corriendo. No tenía aún los dos pies en las escaleras cuándo el llegó y agarrándola del pelo la empujó de vuelta a casa, cerrando la puerta de un portazo. Ella gateó por el suelo tratando de levantarse y huir, pero cada vez que trataba de erguirse él le propinaba una patada directa a las costillas. Se agachó, la levantó del cuello y la arrastró hacia el baño. Abrió el grifo de la bañera con el tapón puesto, y la metió a la fuerza, mientras ella pataleaba y gritaba aterrorizada. El suplicio duró bastante. Hasta que ella estuvo exhausta y pensaba que no iba a soportar que zambullera su cabeza en el agua una vez más. Entonces, él la agarró del cuello, empotrándola contra los azulejos de la pared, y le susurró al oído "verás como no vuelves a resistirte, puta". Tras eso, la soltó un beso en la boca, y la dejó allí, tirada, dolorida, cansada, incapaz de levantarse, por los golpes, por la tortura, por la humillación, por todo. Se quedó sollozando en la bañera, y no se atrevió a  salir de ella hasta que lo escuchó marchar de la casa al día siguiente.
Esa estampa se repitió demasiadas veces a lo largo de su vida, pero ella fue volviéndose más fuerte, más fría, más insensible. Las batallas se hacían más encarnizadas porque ella se preparaba para ese momento cada vez que aparecía por la puerta. Sí, se llevaría los golpes, el sufrimiento, las palizas. Pero ese hijo de puta no la volvería a tocar.
Y ahora tenía su gracia, que todo el mundo la admirase, que todas las chicas deseasen tener su valentía, su coraje a la hora de enfrentarse al tirano secuestrador. No dirían eso si supieran a partir de qué se forjó esa agresividad que la caracterizaba.

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